Solemos destacar de los humanos, además de nuestra racional inteligencia, la capacidad para actuar según ciertos criterios que adoptamos libremente y de valorar la conveniencia de los mismos a partir de nuestras propias reflexiones. Dejamos así en un segundo o tercer plano de la realidad humana la incuestionable evidencia histórica de que buena parte de esa preciada racionalidad nuestra parece desaparecer muchas veces cuando nos enfrentamos a los problemas que surgen en la mera convivencia entre las personas y los pueblos, de que somos fácilmente manipulables por determinados líderes sociales e instituciones y actuamos con frecuencia de manera simplemente mimética o bajo el impulso de nuestras emociones.
Ser «uno mismo» supondría percatarse, tomar conciencia de todas esas influencias, de manera que pudiera emerger en cada individuo un «yo» dotado de una mayor autonomía y dispuesto a respetarse en sus valoraciones y formas de apreciar la vida. Para que todo ello pueda darse se requiere, obviamente, una educación que favorezca tanto el conocimiento de la condición humana como el autoconocimiento y el diálogo como medio para resolver los conflictos interpersonales o sociales. Porque devenir «uno mismo» supone desarrollar una mente abierta a un amplio espacio convivencial que se hace razonablemente compatible, sin embargo, con el respeto a nuestras singulares maneras de interpretar la vida y de cómo querer vivirla.