Han pasado casi treinta años desde que se iniciara el conocido Plan Bolonia, tiempo suficiente para confirmar, por lo menos a nuestro entender, la desorientación que existe en torno a los fines de la formación universitaria. Claro está, profesorado y estudiantes de hoy tienen una respuesta a cuáles son los propósitos de dicha formación y a cómo ponerlos en práctica, el problema radica en que en no pocas ocasiones esas aspiraciones son parciales e incompletas.

Hay una cara de la moneda de la formación universitaria que debe convivir con la de la preparación para la realidad, con la de la técnica y el ejercicio profesional y que está en horas bajas. Ese aspecto es el que hemos llamado «compromiso ético»; a saber, una suerte de obligación contraída, razonada y voluntariamente, con uno mismo y los demás, con la realidad social que nos envuelve, con el ejercicio profesional y con la propia universidad. Estas diversas versiones de compromiso ético son precisamente las que conforman el índice este trabajo.

No se trata de desdeñar los éxitos alcanzados durante los últimos años, que, sin duda, han sido considerables; de lo que se trata es de mantener en pie la formación universitaria en cuanto formación personal.

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